Solo fue un brindis decembrino

El siguiente relato es la descripción fiel y veraz de lo ocurrido en una comida devenida en taquiza hace más de un cuarto de siglo. Los nombres de las y los protagonistas han sido cambiados para proteger sus datos personales y su derecho a la privacidad.


Bajé del elevador y salí al Paseo de la Reforma. Torcí a la derecha buscando la calle Copenhague y el restaurante bar donde sería la comida anual de la compañía con brindis incluido. A pesar de llevar dos años en la empresa, sería esta la primera vez que estaría en el evento de fin de año; sentía mucha curiosidad por ver reunidos a los más de 150 empleados, los de la colonia del Valle (“la pelusa”, nos decían) y los de Reforma.
Mientras caminaba de buen talante, pues acababa de cobrar en efectivo mi aguinaldo y la primera quincena de diciembre, reparé en que no me alcanzaba el tiempo para pasar el banco pues a estas horas del viernes debía estar atascado, de modo que preferí enfilar hacia el lugar que prometía diversión y grata convivencia.
Casi no conocía a nadie del corporativo de Reforma, salvo a los de Contabilidad y Nómina, lo que hacía más interesante asistir y codearse con ellos.


Entré al vestíbulo y pasé al bar, que estaba reservado para nosotros. Distinguí entre la penumbra a varios grupitos desparramados en varias mesas: los de Ingeniería ocupaban varias pues eran un grupo poderoso y numeroso, los de Ventas más allá, Administración y Finanzas del otro lado del bar; la plana gerencial estaba apostada en la barra, sirviéndose generosamente de las botellas de whisky dispuestas por la Dirección. Noté una rala asistencia femenina, apenas asomaban las secretarias de las oficinas de la del Valle. Pero era aún temprano, lo mejor estaba por llegar.

Tomé al vuelo una copa de vino blanco de la charola de un mesero tambaleante y me aproximé a la barra, pues divisé la presencia de mi director de Proyectos Especiales el Ing. Del Llano, que estaba departiendo con el director de Finanzas y el de Ventas.
—¿En dónde le toca al pueblo? —pregunto al tiempo que nos saludamos efusivamente de mano.
—Todo es para todos —indica con amplio y democrático ademán de sus brazos.


Continuar

Dos pasos más y saludo al Ing. Juan Portobelo, de Logística que está consolando al recién depuesto director de Servicios Regionales, el Ing. Zorrilla, que mantiene hundida la barba negra en su corbata.

Más apretones de manos y sonrisas de campaña electoral esta vez con los de Finanzas y Recursos Humanos. El único que se mantiene tieso y no me tiende la mano, es el recién nombrado Director General, un españolete canoso que ya ostenta el apodo de “El Duque de Veragua”. Inclinó solemnemente la cabeza, yo hago lo propio. Cada uno en su lugar, ¡sí señor!
Pasa otro mesero con bebestibles. Hay opciones a escoger: whisky, ron blanco, un brandy que nadie apetece y vino blanco. Pesco mi segunda copita de vino y me incrusto en la mesa de los de Ingeniería donde ya resaltan las parejitas de secres con ingenieros, los romances de moda. Por fin se delatan los noviazgos de oficina: Matilde, nuestra secretaria de Proyectos Especiales, con Leopoldo Rojas, Angélica Rosales con el Pato Samoano, Ángeles Negrete con Rafael Zamora y la otra Ángeles Campos con el novio de turno…
Arribaron Villalongín, mi soporte técnico y Leoncio Poncio, nuestro gerente y de inmediato se agenciaron sendos vasos de High Ball para ir calentando, según me indicaron jubilosos.
—¡Pero tú solo tomas Stolichnaya! —le advierto a Villalongín.
—Al no haber pan, tortillas —resopla resignado.

En ese momento hace su entrada triunfal un rebaño de damiselas de las oficinas de Reforma, perseguidas por los silbidos de admiración de la tropa de Ingeniería, pero se atrincheran del otro lado de la barra, lejos de las miradas vidriosas de los ingenieros de servicio, pero más cercanas al campo visual de la plana mayor.
Aún falta gente, según observan agudamente Villalongín y Leoncio que aspiran materialmente sus whiskies. Ya ha pasado una hora y se nota la estratificación laboral: Ingeniería abruma por su número y ubicación en el centro, el Duque y su estado mayor señorean en la barra, Sistemas al fondo, Administración, Recursos Humanos y Finanzas al extremo izquierdo del salón, Ventas al extremo derecho, donde se parapetaron tres beldades a las que ya identifican como “Los Ángeles de Charlie”, pues su jefe es Charlie Godínez, director de Tiendas. Son las famosas vendedoras Haydee, Mayte y Teté que lucen outfits idénticos: vestidos cortos y zapatillas color rojo encendido. Al percatarse de las divisiones evidentes, el propio Duque exhorta con su acento asturiano, “hay que mezclarnos entre todas las mesas, hay que romper el turrón”. El mismo se acerca a la mesa de Sistemas, pero no pasa de ahí. Pocos se mueven de su sitio. Cada quién en su lugar, ¡sí señor!

Cuando pensábamos que ya estaba completa la asistencia, hace su aparición la sensacional Marcela Bianchi, enfundada en vestido largo de color verde que deja a varios con el semblante demudado. Retadoramente se colocó en la mesa de Ingeniería, quienes empezaron a asediarla cual jauría de lobos. Ella los ignoraba con su altivez legendaria, pues su atención estaba en la barra.
—Quién es ella? —interrogué a Leoncio.
—Ella es la ex mano derecha del anterior director, el texano Lou Richardson.
—Que ya renunció en la mañana —comenta Quique Gavilán, ingeniero de redes que mete su cuchara en la conversación.

Opacando la música de fondo, el Duque hace el anuncio oficial de la rifa de canastas navideñas entre los aplausos del cuerpo gerencial y la rechifla de Ingeniería. Aquí entran en acción el jefe de Personal, el simpático licenciado Trastupijes y los ángeles de Charlie que dan el tono con sus conjuntos navideños. Mayte la más esbelta y rubia por añadidura, es la encargada de extraer de una pecera de cristal, los nombres inscritos en unos papelitos.
Trastupijes anuncia con voz desafinada el primer afortunado, el almacenista, quien se levanta coreado por las ovaciones de la barra brava de Ingeniería que ya está totalmente desatada.
Hay una breve espera, pues los premios aún no están a la vista, hasta que “El Pecas”, otro ayudante del almacén ingresa al salón con un diablito que transporta diez cartones de despensas navideñas.
Ante la rechifla del respetable, el Duque da sus disculpas:
—Esperemos que el próximo año hagamos rifas en serio. Pero adentro de la caja hay una botella de buen vino de Rioja —argumentó, recibiendo por ello más rechifla amplificada.
Una de las secres de Ingeniería, también resultó ganadora, la muy alegre y opulenta Angélica Rosales quien, al recoger su premio, fue coreada por la broza ingenieril con “mordida, mordida”. Afortunadamente Trastupijes no se pasó de listo, ante la mirada vigilante del Pato Samoano.
Rápidamente se terminaron las cajas de cartón y se anunció una segunda rifa, esta vez de cajitas de madera que contenían sendas botellas de vodka Wyborowa y brandy Terry, que fueron mejor recibidas por la raza.
Misma mecánica, se usó otra pecera de cristal con los nombres de todos inscritos y comenzaron a surgir varios nombres repetidos, de tal forma que hubo dobles premios para el almacenista, Ángeles Rosales, una cajera, un auxiliar administrativo y hasta el mensajero.
—¡Fraude electoral! —gritaba Villalongín, recordando un viejo lema de 1988.
—Angie, ¡ya estás armada para la boda! —felicitaron a la exuberante ganadora, quien sonrojada solo miraba de soslayo al Pato Samoano que se hacía el tonto.

Terminada la premiación, el Duque nos conminó a pasar al buffet para que cada uno se sirviese hasta hartarse de tacos de guisado con arroz.
Por la hora, ya era apremiante ir a servirse algo, pues con puro vino blanco, mi estómago protestaba fuertemente. La fila es sinuosa y las conversaciones y rumores salpican la espera.
—Para el próximo año, van a rifar vales despensa.
—No, serán cheques de liquidación.
—Y tú a cuantos conoces?
—Si conozco al 10% es mucho…
—Ni te apures por conocerlos, muchos ya renunciaron hoy…
—Allá en Mier y Pesado nos conoceremos mejor.
—Yo soy de Ventas, ¿y tú?
—De Ingeniería.
—Ay! ¿A quién se le ocurrió la taquiza? ¡Estoy a dieta, manita!
—Yo sé lo que te digo, nosotros los de Ingeniería somos los que mantenemos a la empresa.
—¡Los de chicharrón en salsa verde están de peluche!
—¡Dejen algo!
—Está difícil vender, la compañía no está pasando su mejor momento.
—Yo vendí 15,000 dólares esta semana yo solita.
—El ingeniero de servicio es el último eslabón de la cadena, el que está en contacto con el cliente y quien soporta la presión. Eso ustedes no lo saben.
—¿Otro de tinga?
—Al cliente no le interesa saber si nuestra empresa está desorganizada, le importa que cumplamos con las cláusulas de su contrato, no que le inventemos excusas…
—Se acabaron los de huevo cocido…

En las mesas menudean los platos vacíos y los vasos llenos. Solo las miradas varoniles cruzan el espacio sobre los servilleteros buscando atraer a las tímidas o ensoberbecidas damitas que apenas regalan alguna sonrisa apagada o cierto guiño prometedor. Gracias a la escasez femenina, la bebida es la mejor compañía.
Marcela continua bajo el asedio descarado del Pato Samoano, cuando su prometida no se encuentra cerca, del Quique Gavilán, Huguito y otros imberbes. Pero solo los ignora recibiendo a cambio las miradas venenosas de las secres y alguna que otra administrativa. Seguramente les provoca envidia su porte distinguido, de fémina curtida en el ambiente corporativo. Ella únicamente saborea sus whiskies uno tras otro, dedicándose solo a fumar y arrojar sus miradas hacia la barra, tratando inútilmente de llamar la atención de El Duque o de alguien más, pero ellos están ocupados en su galanteo con otras damiselas que se les contonean al hablar.

Se acerca a la barra brava de Ingeniería, el ingeniero Portobelo, con su look a la César Luis Menotti. Contra él no hay resabios por lo que es bien acogido. Le cedo el asiento para que se acomode entre la tropa de Soporte Mainframe, que somos Villalongín, Leoncio y yo.
—¿Qué nos cuentas Juanito? —lo asalta de inmediato Villalongín que a estas alturas ya está bastante exaltado —, ¿cómo va ese proyecto del banco aquél…?
—En enero entramos en pláticas, ya es un hecho lo del sistema de almacenamiento robótico…
—¡Hombre, ese el mejor aguinaldo que nos pudiste haber dado! —aplaude con satisfacción, mientras Leoncio pone cara de duda.
Quique Gavilán y el Pato Samoano nos miran con envidia.
—Oiga, ingeniero Villalongín, ¿no habrá chance de pasarse con ustedes? —lanza tímidamente un anzuelo el Pato Samoano.
No le pudo responder porque en ese momento se acercó el Ing. Del Llano, provocando el rechazo unánime de los veintitantos ingenieros de servicio; sin embargo, resiste el desaire con sabiduría. El no es el culpable de que hayan degradado a Zorrilla, cosa que le achacan sus pupilos de Ingeniería y solo se limita a brindar con Portobelo y nosotros tres.
De improviso, Quique Gavilán organiza una porra espontánea para Zorrilla, levantando a la tropa enardecida que grita a todo pulmón: “¡Ingeniería, Zorrilla!, Ingeniería! Ra-Ra-Ra!”
Los ojos acuosos del Duque desaprueban este comportamiento y le hace unas señas a Trastupijes. Este se acerca a la mesa mientras los meseros sirven un arroz con leche de postre y vasos de Tom Collins.
—¿Qué es eso? — grazna el Pato Samoano.
—Ginebra, con agua mineral, jugo de limón y jarabe —le respondo en automático, al recordar mis tiempos de barman en los portales de Veracruz.
—¡Sabe a madres! —escupe Huguito, más acostumbrado a las cubas libres.
—¡Zorrilla, Zorrilla! —, claman ahora las masas ingenieriles, ignorando a Trastupijes que mejor opta por retirarse.
Aquel no se hace del rogar y se acerca a sus súbditos. Diez años de gerencia y su don de gentes lo hacen popular entre la tropa.
—Quiero agradecerles su colaboración y entrega de todos ustedes en estos años. Y pues.. ¡felicidades a todos! —termina así su alocución improvisada, chocando los vasos hasta casi romperlos de la emoción.
Más porras a Zorrilla cimbran el bar. Villalongín no pudo contenerse más y se acerca a darle un abrazo y logra alzarlo usando su barriga y sus brazos de oso grizzli. La tropa aúlla desorbitadamente.
—¡Sectarios! —se escucha desde la barra la voz de trueno de René Pardo, gerente de almacenes.
Marcela aprovecha el momento y escapa, casi inadvertida. Ni siquiera nos dejó un adiós, simplemente se levantó y puso pies en polvorosa deslumbrando a su paso a los que alcanzaron a verla partir.

Voy al baño y me doy de bruces con un tipo que ofrece un ramo de flores, chicles, cigarrillos y condones.
—¡Pá la señorita, pá que la conquiste, mi jefe!!
—¿Cuáles señoritas? ¡Aquí no hay señoritas! —responde Leoncio desde el mingitorio.
Retumban las risas en el baño celebrando la respuesta.
—Oye, aquí entre nos —me dice Leoncio en voz baja —, se está armando una movida, pero en la discoteca Cero – Cero, del Camino Real.
—¿Ah sí? ¿Quién la organiza?
—Las chicas de Reforma. Pero no le digas a nadie más.
—De acuerdo.
—Cuando te avise nos lanzamos. Me haces el paro, ¿sí?
—OK, tú mandas.
—Ando tras la Teté.
—Enterado mi capitán. Yo le respeto su bicicleta.
Cuando llegamos a la mesa de Ingeniería, Trastupijes se encuentra amonestando a diestra y siniestra.
—Les recuerdo jóvenes que a las 6:00 PM se suspende el servicio de bar…
—¡Ya son las 6 y media, güey! —le actualizan la hora de inmediato el Pato Samoano y Huguito.

Las pantallas de televisión se encienden y transmiten un video de Elton John.
Los Ángeles de Charlie se ponen a bailar y a corear: “I’m still standing!, Yeiii yeiii yeeii.”, provocando más rugidos de sus fans de Ingeniería.
La voz corre como pólvora: “a seguirla al Cero-Cero, no le digan a cualquiera, sólo los de Reforma vamos a ir”, cuchichean las damiselas, pero el secreto más guardado está más que descubierto y hasta los no invitados, o sea “la pelusa”, sabe a dónde dirigirse.
Leoncio se levanta. Es la señal para partir.
—¿Dónde está Villalongín?
—No lo he visto desde hace rato- le contesto a gritos debido a la cacofonía reinante.
—Allá está en la barra, con el Duque – señala Leoncio —, mejor vámonos, el ya sabe cómo está la movida. Nos alcanza al rato.
Salimos a la calle y esperamos que el valet parking nos traiga el vehículo de Leoncio. Allí está Portobelo.
—¡Juanito! Vámonos al Cero-Cero! —invita Leoncio.
—Tengo una cena al rato —se excusa el convidado —, ¡disfruten la noche!
Partimos al fin. Aunque estamos muy cerca del Camino Real el tráfico es atroz y nos tardamos más de media hora en llegar. Pero es muy temprano todavía.
—Me haces el paro, no te me vayas a rajar —insiste Leoncio.
—Aquí estamos al pie del cañón —sostengo mi promesa.
—Esa Teté está para comérsela cruda.
—Ni que fueras caníbal.
—Ya me hizo ojitos desde hace rato.
—¡Suerte matador!
—Conste, no me dejes solo.

Llegamos al vestíbulo del Camino Real y observo que ya están varias chicas y algunos galanes bien dispuestos en el lobby bar. La que capitanea ahora la situación es Paty Vargas, la Patucha, secre de ventas y amiguísima de Sergei o Sergio el Bailador, un vendedor muy a todo dar que lidera su séquito de ventas, un grupito de novatos que obedecen sin chistar las instrucciones de la Patucha.
Poco a poco se va engrosando el grupo: llega más tropa de Ingeniería: las parejitas oficiales y más secres animadas por la expectativa que la noche ofrece. Lo mejor, ya no hay jefes, los que seguramente declinaron o no fueron convocados; por lo menos ahora el ambiente es más relajado.
—No ha llegado la Teté y las demás chicas —comenta desalentado Leoncio.
—Es muy temprano. La disco abre hasta las 9:00 PM —le consuelo.
Paty Vargas se nos acerca y nos comenta por lo bajito:
—Pues miren, voy a hablar de nuevo con la gerente del Cero – Cero, porque me dicen que hay un evento. Reservaron la disco los de Pepsi. Ojalá nos den chance de entrar.
Se retira en compañía de otras damitas con rumbo a la oficina de la discoteca. Mientras, Sergei ya ha dado instrucciones de que pidamos una botella para poder ganarnos el derecho de entrada y permanecer mientras en el lobby bar, cosa que de inmediato se aprueba.
Pasaremos así el rato tomando cubitas de ron añejo en lo que llegan los demás. Y las buenas noticias. La Patucha nos informa que nos harán un hueco en la ya reservada discoteca, pero con la condición de no causar conflictos con los de Pepsi.

—Cuántos vamos a ser? —pregunta Matilde.
—Yo creo que unos 25. Voy a confirmar al rato la cantidad, porque no todos vamos a poder entrar —indica Paty Vargas.
—¡No se desbalaguen! —advierte Sergei.
Nada más decirlo, todos nos arremolinamos alrededor de la botella de ron. Unos veinte minutos después hacen su aparición los Ángeles de Charlie, más otras tres chicas de Finanzas que se unieron al tour. No pudieron disimular su desgrado al ver a la pelusa.
—Ay no, Teté. ¡Quedamos que solo los de Reforma vendríamos! —protesta Mayte.
—Ni modo. ¡Ya estamos aquí! — la regaña Haydee.
Se unen las recién llegadas al grupo y solo prueban agua mineral, pues les disgusta el ron. La banda de ventas e ingeniería las arropa con atenciones, ante el disgusto de las otras féminas que no las pueden ver ni en pintura.
—¡Ya llegaron esas presumidas! —repela Ángeles Negrete, mientras su novio no deja de admirar a las chicas de rojo.
Por su parte Leoncio se anima a lanzarse con todo. Trae en la mira a Teté y empieza su labor de conquista. Pero los Ángeles de Charlie traen bien ensayado su plan de defensa: no se separan la una de la otra. Resisten los asaltos en bloque. Leoncio no cede e insiste. En una de esas lo logra.
Mientras la botella se va consumiendo y la hora de entrar a la disco aún está lejana. Alcanzo a ver la llegada de Villalongín con el Pato Samoano que se sacudió a la novia, Huguito y el Quique Gavilán, quienes se acercan al lobby bar que ya está atestado.
Me acerco a informarles de la situación y ellos acceden a esperar, pero en el bar que está más alejado del lobby.
—A las 9:00 PM es la entrada, ¡no se pierdan! —les prevengo.

—¡Chicos, ya es hora! —anuncia triunfal la Patucha.
Todos nos levantamos como impulsados por una catapulta. Yo le tenía puesto el ojo a la botella de ron añejo, que aún alojaba un octavo del contenido original. La tomé de la mesa y la coloqué en el bolso interior de mi saco.
—A ver si te dejan pasarla —comentó Sergei.
—Ya está pagada —le repliqué.
La Patucha iba contándonos mientras avanzábamos hacia la entrada de la discoteca. Hice señas a Villalongín y a sus acompañantes para que nos siguieran. Cuando me di cuenta estaba caminando en la oscuridad siguiendo a los demás en fila india. Nos dieron un rincón de la discoteca, algo alejada de la pista, pero con buen espacio para que permaneciéramos tranquilos disfrutando del sonido. Una vez acomodados, le di la botella a Sergei, para que la ocultara de la vista de algún mesero curioso.
—¡Es la reserva de la casa! —le remaché.
Muy contento, la colocó bajo su silla. Ahora sí estábamos listos para lo que viniese. Ya acostumbrado a la oscuridad, noté la ausencia de Leoncio. Matilde me avisó al oído.
—Me pidió el Ing. Leoncio que le avisara a usted que se tuvo que retirar. Le salió una emergencia con su esposa…
—¡Pinche Leoncio, nomás me emboletó! —mascullé.
Pero no era el único que no entró. Faltaban algunos más que probablemente estaban en el baño o como Villalongín, que no alcanzaron a ingresar con nosotros. Aun así, éramos más de veinte, contando a los Ángeles de Charlie, que seguían bien atrincheradas tras una de las mesitas.
Pedimos otra botella de ron añejo, para pasar el resto de la velada. Mientras seguía entrando la gente de Pepsi y Sabritas en tropel y con gran algarabía. La disco despertó con gran estruendo de decibeles. La fiesta apenas comenzaba.
Lo que no sabíamos era que, en ese momento, a las puertas de la disco se estaba librando una batalla campal. Villalongín, Quique Gavilán, Huguito y el Pato Samoano se lanzaban como arietes contra el muro humano de cadeneros que no los dejaban pasar. En su desesperación, Villalongín les arrojaría billetes de quinientos pesos, pero ni con esa estratagema consiguieron cruzar. La llegada de refuerzos de la seguridad del hotel los hizo desistir y retirarse derrotados y furiosos. Terminarían la parranda en un antro conocido como El Cadillac, donde despilfarraron su aguinaldo.
Mientras tanto, ignorantes de las proezas de Villalongín y sus amigos, tuvimos la primera baja de la noche. La Patucha invita a bailar a Sergei, que jubiloso salta a la pista, pero con tan mala fortuna (o mala pata pues tiene una discapacidad en el pie izquierdo), que sufre una aparatosa caída de bruces sobre la mesita que sostiene la botella de ron, los refrescos y las hieleras, rompiéndose los anteojos y abriéndose la frente del trancazo. En lo que lo levantan en vilo la Patucha y Matilde, alcanzo a rescatar la botella que casi se rompe; varios vasos se han roto y hay líquido regado en la alfombra. En breve llegan un par de empleados de la discoteca a limpiar el lugar mientras Sergei es atendido solícitamente por la Patucha que ahora se transforma en enfermera. Para Sergio el bailador, la noche ha terminado.
Pero no para todos, pues ya pasado el incidente, olvidamos por un rato al buen Sergei y continuamos con la fiesta que ya estaba desatada. Los pepsicolos realmente la pasaban de lujo, lo atestiguaban los alaridos de júbilo que llegaban de la pista principal. Ríos de confeti y serpentinas los inundaban. Contagiaban hasta al más desganado a mover los pies.

En nuestro grupo los bailarines eran pocos, pues los novios no se soltaban de las manos aprovechando la oscuridad y las demás chicas se mantenían pegadas a las sillas, negándose a bailar siquiera una pieza. La más asediada, Mayte, resistía embate tras embate. Yo solo observaba el panorama, calculando las posibilidades de sacarla a bailar. Teté y Haydee la flanqueaban cual fieles guaruras.
Le comenté a uno de los vendedores novatos: “hay que sacar a las tres a bailar”; cosa que de inmediato ejecutó junto con otros dos osados que las jalaron a la pista sin chistar; yo me quedé impávido viéndolos derrochar energía al ritmo de la música tecno.
Entre tanto me acerqué a Sergei a indagar cómo seguía. La Patucha me dio el parte médico: “ya está bien, pero mejor que no se mueva.”
Asaeteada por la luz láser se contorneaba una belleza que no había visto antes, bailaba sola encaramada en un taburete y era un deleite verla dibujar su figura en la penumbra recortada por la luz estroboscópica. Desafortunadamente no era de nuestro séquito, si no de los de Pepsi, así que no había más que hacer.
En nuestro bando ya todos estaban moviendo el esqueleto, salvo la Patucha que cuidaba a Sergei y Matilde que sostenía a su novio ebrio. Ahora sonaban ritmos de cumbias, lo que animó al resto a subir a la pista. Terminada la tanda, regresaron las parejas danzantes, justo cuando comenzó a sonar una melodía inesperada del grupo Chicago “Hard to say I am sorry”. Esa fue la señal que yo esperaba; sin pensarlo, me le planté enfrente a Mayte que acababa de sentarse.
—¡Ay no! Estoy bien cansada…
—No me voy a mover de aquí hasta que aceptes. Sólo te pido esta pieza. Y ya no volveré a pedirte que bailes conmigo —le prometí con vehemencia inusitada.
Teté y Haydee me miraban azoradas. No me moví y permanecí con la mano tendida. Tras unos segundos, ella aceptó mi mano. Noté las miradas atónitas del resto; logré lo que otros quizás habían deseado fervientemente, bailar una pieza lenta con la reina de la noche.
En los 4 minutos que duró la pieza, rompimos el turrón. Me confesó que había renunciado esta mañana; que había vendido ella solita 15,000 dólares en equipos Macintosh, pero la tienda iba a cerrar por incosteable pues la renta del local era exorbitante; que regresaba al rancho de su tía Juana, cosa que no entendí, pero ella me explicó divertida que así era el nombre original de Tijuana. Mientras tanto la pieza había terminado y la devolví a su lugar, aunque me senté a su lado y siguió contándome de la vuelta a sus orígenes y de un nuevo comienzo; que había sido una buena experiencia haber trabajado en esta empresa que le dio mucho.
—Oye, ¡nunca te había visto! —reclamó con su acento norteño. Sus ojos azules fulguraron.
—Soy del área de Ingeniería, Proyectos Especiales —, le presumí al tiempo que le daba una tarjeta de presentación.
—Con razón, tú estás en la del Valle…
No tenía novio, me aseguró, pero le chocaba el asedio constante desde que llegó a la ciudad de México.
—Nada más me quieren para, ya sabes…
—No saben lo que vales entonces.
Seguimos conversando cosa de media hora, en medio del ruido insoportable, aislados gracias al ambiente de confidencias que habíamos construido.
—Bueno, ingeniero, ¡vino a bailar o a platicar! —, rompió el encanto la Patucha, quien me extrajo con su brazo poderoso de mi asiento. Apenas pude decirle chau a la rubia Mayte, que sonrió con gesto cansado; las ojeras ya se le notaban bastante y acabó recostando su cabeza en el hombro de Haydee, la más veterana de los Ángeles de Charlie.
Ya solo recuerdo que no paré de dizque bailar el resto de la noche, no solo con la Patucha que me dejó exprimido como bagazo de caña, sino también con Matilde, cuyo prometido yacía al lado de Sergei el convaleciente; me seguí de largo con varias de las secres y las de Finanzas y hasta incluso con Haydee que arriesgó un baile de salsa conmigo. La camaradería afloró esa madrugada entre todos nosotros, hasta hacía unas horas unos completos extraños.
—¡Ya se acabó el pomo! —advirtió uno de los bisoños vendedores.
—No te preocupes, ¡aquí está la reserva! —exclamé al tiempo que buscaba bajo el asiento de Sergei la otra botella que exhibí por lo alto y fue vaciada de inmediato.
Ya era de madrugada y mis tripas rugían de hambre. Pero antes había que pagar la parranda y ya Sergei estaba con calculadora en mano revisando la cuenta dividiendo la suma junto con la propina entre los asistentes. Hechos los cálculos, hizo la colecta que a duras penas alcanzó el monto, tanto que Sergei tuvo que cubrir el remanente, cosa que me desagradó, pues supe más tarde que varios no pagaron lo que les correspondía.
Una vez liquidada la cuenta, empezó la desbandada. Los Ángeles de Charlie, las parejitas y el resto de las chicas salieron en estampida primero, quedándonos solo algunos en pie. Acompañamos a Sergei ayudado por la Patucha, al estacionamiento a buscar su auto. No habiendo más qué hacer, les propuse al par de novatos vendedores que fuésemos a desayunar algo, pues el hambre apretaba.
—Es que, ya no traemos lana ingeniero. —confiesa apenado uno de ellos—. Apenas empezamos y no ganamos mucho…
—Ni se apuren, vámonos a tragar. ¡Yo invito! — les exhorté y sin más salimos a buscar algo caliente a la fría avenida Mariano Escobedo.



Seis meses después…

El Duque organizó un torneo interno de dominó para mejorar las relaciones interpersonales de la compañía.  Nombró organizador a Villalongín quien acometió la tarea con gran entusiasmo y eficacia. La competencia duró casi dos meses y se efectuó en las propias oficinas de la colonia del Valle, con servicio de bartender incluido.

Haydee se reveló como una jugadora experta, llegando a la final contra Leoncio, quien dejó de ser mi gerente de servicio y pasó a Ventas.

La gerencia de Proyectos Especiales desapareció; nos separamos del corporativo como una nueva compañía y mi director es ahora el Ing. Portobelo. Nos mudamos a otra oficina, en la calle de Shakespeare. La nueva secretaria es Ángeles Negrete quien se casó finalmente con su prometido Rafael Zamora.

Zorrilla finalmente renunció y fundó su propia compañía llevándose con él a varios de sus fieles súbditos como Rafael Zamora, Quique Gavilán, Huguito y el Pato Samoano que sigue soltero hasta la fecha.

El Ing. Del Llano heredó el cargo y las broncas que dejó Zorrilla. Aún conserva a su secre Matilde.

De Marcela ya no se supo más, dicen que migró a una trasnacional de prestigio, a la que le llaman el gigante azul.

Mayte volvió al rancho de la tía Juana, me escribe de vez en cuando.


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