Hoy, cuando miro algún pequeño colocar figuras de dulce sobre un altar de Todos Santos, dulces con formas de cráneo y con una letra o nombre en la descarnada frente, con dibujos torneados que marcan figuras pegajosas y caprichosas, vuela mi pensamiento hacia le pasado, a otros “Días de Muertos”, otros “Todos Santos”, otros “Shantolos” … allá en un lugar con tiempo frío.
Me parece escuchar los pasos presurosos de mi madre que iban de un lado a otro de la casa dejando una senda blanca que caía del cernidor de harina y que asentaban el tono de su voz firme y armoniosa.
—¡Luis, ve a traer azúcar! Herminia, la mantequilla! —, y la fuga de las varias cosas mencionadas y cómo, acababa persignándose y apurando y nombrando a todos los hermanos para dar con uno:
—Luis, César …, Herminia, tú, ¡Roberto! —, te dije que fueras a traer la leche…
—A mí no, mamá.
—¡Ah!, fue a César.
Mientras lo decía, corría a sacar el pan del horno.
Después me pedía traer a la sala todas las imágenes de santos que había en la casa y aquellas fotografías raras de personas con vestidos extraños.
—Pero corre hijo! —, trae el martillo y los clavos. ¡Dios!, ya van a ser las doce.
Yo corría presuroso para hacer milagros de equilibrio en una silla y bajaba el cristo aquél hecho de yeso que estaba colocado sobre la vieja cómoda y ante cuya expresión lastimosa desviaba la vista por lo que prefería llevarlo bocabajo. El dibujo infantil y sencillo de una virgen descolorida hecho por mi hermano de doce años, era también colocado sobre el papel china azul (mi madre colocaba en la pared de papel del más bello tono).
La mesa más grande era colocada como altar o lugar de ofrenda frente al cielo de papel. Dos grandes varas eran arqueadas de una esquina de la mesa a la otra formando un arco que iba entrelazándose con bejucos y varas, éste era después cubierto de hojas y cientos de “flores de muertos”, su centro se coronaba con una cruz de margaritas muy blancas y flores toscamente moradas, como espigas.
Todo contribuía a dar a las figuras una pasividad eterna. De las patas de la mesa eran amarradas ramas de plantas aromáticas y muchas más flores. Se colocaba le mejor mantel y sobre él grandes panes olorosos con unas extrañas “cruces flacas con puntas boludas” sobre ellos, que se me antojaban huesos.
Mamá iba al mercado y regresaba siempre con seis cabecitas de azúcar que yo tocaba como algo extraño y que probaba con un dejo de desconfianza. Mi madre decía que cada una era un pariente, en una se leía el nombre de Herminia y me decían que era mi abuelita, yo me preguntaba si sería tan pequeña; otra era mi abuelito, otra mi tía Pulencha y en aquella ocasión fue la que más me gustó porque tenía muchas rayitas garigoleadas.
De las casas vecinas llegaban temprano los niños y niñas con ollas de atole y de chocolate con tamales, champurrado, dulce de camote, de calabaza y bastantes frutas: naranjas, mandarinas, plátanos, cañas, etc., que mi mamá colocaba cuidadosamente en el arco, otras más cerca de los santos y las demás junto a las cabezas de azúcar, procurando no molestar a los cirios dispuestos en cada esquina, uno por cada muertito.
Era día primero y mamá atareada corría pregonando su angustia, porque: “Ya son las doce y los muertitos llegarán y si no encuentran nada, les va a dar tristeza”.
—No toques nada, todo debe estar limpio. — Y yo con miedo y repleto de dudas, no acertaba a mirar si a ella, al altar, al incienso que me sugería cosas fantásticas.
—Muévete, ponles un vaso de agua, no te quedes como clavado y con esos ojos pelados, ¿qué no ves que ya están aquí y querrán agua?
Yo corría y servía el agua en vasos transparentes que colocaba cerca de cada calaverita, en ocasiones con el dedo les mojaba la boca, con mucho miedo, porque sentía que ya habían llegado. Luego destapaba el chocolate, el atole y la comida y mi mamá me gritaba:
—¡Chiquillo, tapa eso, que le entran moscas! — Yo no acertaba a comprender cómo era que los muertos pudiesen comer estando tapado todo.
Poco después, cuando no me veían, metía el dedo en la comida y la sentía más fría y pensaba que así debían ser las manos de los muertos. Adrede arrojaba pétalos de flores al suelo para sentir la huella, el pie de alguno de los visitantes y me estremecía cuando el viento movía alguno de esos pétalos.
Sobre la mesa de ofrenda lanzaba manazos de cuando en cuando, como para espantar las moscas, queriendo tocar algo, algún cuerpo, pero con el deseo interno de no hallar nada. Así, todo el día me la pasaba clavado ante el altar, metiendo en un momento el dedo en la comida, algunas otras midiendo si había bajado el nivel del agua, o tocando las naranjas, las que, a decir verdad, sentía como “más flacas” y con menos jugo.
Y le preguntaba a mamá:
—¿Lo que han tocado los muertos, no debo tocarlo?
—No hijo —, decía para cuidar su gran obra de la curiosidad de mis hermanos y mía.
—Allí debe quedarse, ya mañana vendrán los grandes. Hoy vino tu hermanita Isabel, tu no te acuerdas de ella. Mañana vendrán tus abuelitos, por eso puse su fotografía.
Yo seguía su mano y asentaba con un resoplido de duda.
Aquella noche, después de las novelas en la radio y de cenar algunos tamales que no probaba porque eran tomados de la ofrenda, hubo un momento en que todos mis hermanitos se quedaron viendo el altar. Mi pequeña hermanita, que toda la mañana ayudó a mamá y que yo veía correr de un lado a otro como autómata, sin saber por qué o para qué, con una proyección que sólo otros que sentíamos la misma duda comprendimos:
—¿Mamá, en las casas donde no pusieron ofrenda, los muertitos no comen nada?
—Las ofrendas son para todos los muertitos, hija y algunos de ellos entran a otras casas —, respondió mi madre, consciente de que una duda infantil queda satisfecha de momento, con una respuesta serena, aunque no exacta.
Sin embargo, Carmela una prima muy vieja y dada a exagerar, se indignó por la respuesta tan calmada, sus ojos echaron chispas y habló:
—Pero hacen mal porque ya noche cuando termina Shantolo, todos los muertos regresan al camposanto y algunos van tristes porque sus parientes no los recuerdan.
Yo materializaba sus palabras y me imaginaba un campo yerto y lleno de espinas donde algunas figuras hechas como de humo de cigarro reían mientras caminaban de la mano, otras lloraban y no podía explicarme cómo eran las lágrimas de esos seres como vapores, pero tenían un gesto horrible y sus dientes de azúcar se abrían para decirles “malos” a sus hijos y parientes.
—Como aquel viejo avaro —, prosiguió Carmela por Xochiatipan, que por no gastar no le puso nada a su mamá y a su papá y que las ánimas arrastraron de regreso a cerro mientras los viejecillos lloraban por el mal hijo que no se había acordado de ellos. No los espanto, pero alguien dijo que amaneció en el monte tirado entre unas peñas con los ojos saltados y la boca abierta.
Se persignó y bajó la cabeza para rezar una oración; mis hermanos y yo juntamos las manos en posición de orar, pero todos estábamos espantados, con el pensamiento fijo en las cosas contadas y pelando los ojos hacia todos lados.
Afuera llovía, las ondas del agua me parecían figuras que pasaban y se asomaban. Todo tenía un brillo especial en la calle, el golpe de la chorrera de la azotea me sugería pasos y voces apresuradas, el silencio en torno del chorro de agua hacía que mi mente se llenara de ecos que me espantaban.
Después todos subimos a dormir en la planta alta. Todavía sentía la tentación de bajar y verlos, pero me habían dicho que verlos era malo, que se enojaban: entonces regaba tierra de la puerta a la mesa para mirar sus huellas, pero como mamá se levantaba más temprano, barría y yo seguía con la duda hasta el otro año.
Hoy todavía me acerco al altar, veo las mismas imágenes, las mismas calaveras de dulce, los mismos retratos y riego pétalos y tierra y pretendo matar moscas, procurando no ir frente a la mesa de ofrendas por la noche, cuando los cirios manchan las paredes y dibujan figuras como las de un viejecito y una viejecilla llorando amargamente.